El oficio de la antropología: guerra al prejuicio

“El antropólogo no tiene por qué afirmar que todas las culturas son buenas, pero está en la obligación de someter a todas, incluidas las propias, a la misma crítica negativa”. Pedro Tomé




El oficio de la antropología: guerra al prejuicio

Por Noemí Villaverde Maza el 6 noviembre, 2013 @Antropologaluna


La tarea del antropólogo es guerrear contra los prejuicios que surgen en la sociedad. Su tarea no es relativizar, sino comprender, ver la humanidad en el ojo ajeno, para después, construir entre todos un mundo más justo, para todo el mundo. Esa frase resume bien la labor antropológica.


En realidad, la crítica no es lo difícil, tendemos más a ella que al elogio, sobre todo tratándose de otras costumbres “ajenas” a las nuestras, a veces tan difíciles de comprender. Ya se sabe, ver la paja en el ojo ajeno… Lo difícil es, claro, no tender al prejuicio, al criticar por ignorancia o porque, simplemente, no nos entra en nuestros esquemas mentales. Sobre todo, el cuidado es mayor cuando se trata del oficio de la antropología, oficio del trabajo de campo, del psicoanálisis de las culturas, del de las historias de vida, del análisis de los patrones humanos… ¿comunes?. De ver la humanidad en el ojo ajeno, en realidad. “Deporte de riesgo” es como definió a la antropología una compañía de seguros del antropólogo inocente Nigel Barley. Quizás lo sea, aún en tierras propias, luchando contra los estigmas, prejuicios y varios crueles “ismos”. Pero, especialmente, contra los esquemas mentales la mente propia.

Orgullo negro © Cassimano

“Todos somos racistas” fue una advertencia que escuché mucho en mis clases. Nadie escapa de este principio, por muchos amigos exóticos que se tenga. Somos conscientes de que no podemos extirparnos el subjetivismo tan fácilmente, y mucho menos mantener al margen nuestros patrones culturales. La antropología más que nadie lo sabe, trabaja analizándolos. Pero igualmente aseguramos que estos patrones culturales respiran, se mueven, a veces hasta se agitan y hacen su propia revolución. Es más, este es su orden, y nuestro propio orden social, afortunadamente. Einstein decía que la mente debería ser como un paracaídas, abierta, para que las caídas no resulten tan duras. Abierta con curiosidad, con rebeldía, con humildad, pero sobre todo, con humanismo.

Nosotros hacemos cultura, nosotros la construimos. Este enunciado que puede resultar fácil de entender, a veces es difícil de recordar. Especialmente en esta época de sentimiento de fatalidad, de resignación, de que las cosas nos vienen dadas y si llueve, sólo nos queda el recurso de sacar el paraguas. La cultura impregna, como la lluvia, hasta los huesos, pero somos nosotros los que creamos y manejamos las nubes. Y como las nubes, están vivas, y crean formas, y no caben en ningún museo ni teatro ni nivel scioeconómico. Si se prefiere, el escritor Galeano lo entiende como “fueguitos.” El mundo es eso, un mar de fueguitos, y así vamos combustionando a los otros, creando la hoguera de la cultura, que quema cualquier frontera y traspasa cualquier muro, pero sobre todo, ilumina y da calor.


Entrevista © Annais

El antropólogo es el que, armado con su cuadernito y su mente de paracaidista, se moja en la hoguera sin paraguas, dispuesto a comenzar la revolución del relativismo.

El relativismo es otra palabra comodín, y la utilizan tanto políticos, como periodistas como el panadero de la esquina. Ya rebelé lo imposible de extirpar las creencias morales, por lo que es tarea ardua afiliarnos a la absoluta neutralidad de la ciencia. El relativismo moral es el que nos recuerda que no todo vale, que como personas pensantes, no importa ser antropólogo o político o panadero, tenemos la obligación de opinar, de tomar una postura. El relativismo cultural, enfatiza y nos advierte con luces de neón que no puede ser que sea todo para las personas pero sin contar con ellas. Que si las culturas las crean los individuos, son con los otros con los que tenemos que tomar contacto para entender un postulado cultural. Y así, tomando como base al individuo, formar nuestra revolución mental, nuestro fueguito, y entonces ya, opinar, actuar, combustionar o mojarnos, iluminar y da calor.


China © Mikel450

Anécdotas clarificadoras no faltan en la antropología. Adriana Kaplan, antropóloga, propuso un rito de iniciación “alternativo” en Gambia: un rito de paso que incluyera la significación psicológica de “convertirse en mujer”, que fuera aceptable para su cultura, y que no incluyera la mutilación genital como elemento. Objetivo complicado, como complicado es el ser humano. “Usted ha visto con ojos africanos”, le dijo la vicepresidente de Gambia. Y ella, con estas gafas, supo tirar del ovillo de cada mujer, analizó las hebras, y comprendió el nudo. “Yo quiero a mi hija!” le repetían las madres africanas que obligaban a sus hijas a hacerse la ablación. Adriana no lo dudó un instante.

“Se trata de mi alma” le aseguró una alumna yoruba al antes mencionado antropólogo profesor Nigel Barley. Y le contó que había perdido unas tallas yorubas pequeñas, unas ibejis, para sus dos bebés, que lamentablemente, murieron. Los ibejis son la deificación de los gemelos yoruba, ella les daba de comer, les cantaba, les cuidaba, como representación de sus niños, para aplacar la pérdida. Desde que un hombre se los arrebató, asegurando que eran obra del Diablo, se le aparecían en sueños y querían matarle. Barley le explicó que no eran necesario tener tallas ibejis tradicionales, que con emplear tallas inglesas era suficiente. Y le instó a que escribiera sobre ello en su tesis de antropología. En su formulario de tutoría, no anotó “remitida al centro de salud para recibir asistencia psicológica”, sino “remitida para obtener tallas”.

Portada: La cara del prejuicio © Jon Diez Supat

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