La misteriosa civilización de Çatal Hüyük

Si deseamos maravillarnos, he aquí una civilización que hace soñar, pero cuya existencia está actualmente com­probada. Cuatro de sus centros han sido definiti­vamente identificados. El más célebre de ellos se llama Çatal Hüyük. Debemos su exhumación al arqueólogo británico  Ja­mes Mellaart.  El descubrimiento fortuito de un objeto de obsi­diana, al sur de Turquía, intrigó a Mellaart. Pensó que su hallazgo procedía tal vez de un taller insospechado, en las cercanías de uno de los volcanes de Anatolia central. Çatalhöyük, también conocido como Çatal Höyük o Çatal Hüyük (del turco çatal: ‘tenedor’, y höyük: ‘túmulo’), es un antiguo asentamiento de los períodos Neolítico y Calcolítico, siendo el conjunto urbano más grande y mejor preservado de la época neolítica en el Oriente Próximo. En su apogeo este asentamiento llegó a cubrir 13 hectáreas.
  
Çatalhöyük está ubicado al sur de la península de Anatolia, en la planicie de Konya, cerca de la actual ciudad de Konya (antigua Iconium) y aproximadamente a 140 km del volcán Hasan Dağı, en Turquía. Un canal del río Çarşamba fluía antiguamente entre los dos montículos que forman el yacimiento, levantado sobre terrenos de arcilla aluvial que pudieron ser favorables para una precoz agricultura. El que está situado hacia el este pudo llegar a alcanzar unos 20 metros de altura sobre la llanura en los últimos momentos de ocupación del Neolítico. El del oeste forma una elevación menor y hay también un yacimiento bizantino a unos cientos de metros hacia el este. Los asentamientos de época prehistórica fueron abandonados antes de la edad de Bronce. La perspectiva de determinar el origen de tantas armas, útiles y utensilios de la misma materia, exhumados en numerosos países donde no había obsidiana, no podía dejar de se­ducir a un arqueólogo.
La localización de un cen­tro semejante demostraría que, desde el Neolítico, se efectuaban intercambios entre el Asia anterior, Mesopotamia, la meseta irania, y, probablemente; diversas regiones occidentales. El joven sabio re­gistró, pues, la región de Konya. A cincuenta kiló­metros de la ciudad y a ochenta del volcán Hasan Dağı, dos tells o colinas se abrazan en la llanura. El monte Hasan (en turco, Hasan Dağı) es un volcán inactivo que se encuentra entre las provincias de Niğde y Aksaray, en Turquía. Con una altitud de 3.253 m, es la segunda montaña más alta de Anatolia central. Alrededor del año 7500 a. C., se formó una caldera de entre 4 y 5 kilómetros cerca de la actual cima, erupción que quedó grabada en pinturas neolíticas de la zona. Los habitantes del antiguo asentamiento de Çatalhöyük recogían obsidiana de los alrededores del monte Hasan, que luego vendían a otros asentamientos por bienes de lujo. Se han encontrado espejos y escamas de obsidiana en la zona. La importancia de monte Hasan Dağı para la gente de Çatalhöyük se demuestra en un mural en el que aparece el monte elevándose sobre las casas del asentamiento. Desde la cima, se puede contemplar la meseta de Anatolia central, incluida Capadocia.
 
Los resultados superaron con mucho las esperan­zas de Mellaart. Descubrió doce ciudades superpuestas, la más antigua de las cuales se remontaba a 7.000 años antes de J. C., o sea a unos 9.000 años antes de nuestros días. Esto nos recuerda a las ciudades superpuestas de Troya.  Salvo la más reciente, era indudable que estas ciudades habían sido destruidas por el fuego y reconstruidas después. Sin apelar siquiera al sim­bolismo, cabe pensar que esta superposición de ciudades presenta una analogía con nuestra civili­zación, la cual podría muy bien haber sido edifi­cada sobre un montón de civilizaciones desapareci­das.  En sus capas inferiores (y más antiguas) el yacimiento data de hacia mediados del VIII milenio a. C. y las más recientes hacia el 5700 a.C. Aunque, según la «Escuela de Lyon» pertenece a los períodos 4 y 5 de la prehistoria del Oriente Próximo (6600-5600 a.C.), anterior a la aparición de la civilización sumeria.Sorprendentemente, el desarrollo de esta civilización se interrumpió bruscamente hacia el 5700 a. C. por un gran incendio, que coció el adobe y permitió que paredes de hasta tres metros quedaran en pie. La mayor parte del asentamiento fue destruido o abandonado. ¿Cuál podría haber sido el origen de este terrible incendio en esta época remota?
Descubierto inicialmente en 1958, el sitio de Çatalhöyük no saltó a la atención mundial hasta las excavaciones de James Mellaart, llevadas a cabo entre 1961 y 1965, las cuales revelaron que esta región de Anatolia era un foco de cultura avanzada durante el período Neolítico. Pero Mellaart fue expulsado de Turquía al haber publicado los dibujos de unos artefactos de la Edad del Bronce, supuestamente importantes, que luego desaparecieron. Después del escándalo, el yacimiento permaneció inactivo hasta el 12 de septiembre de 1993, cuando comenzaron las investigaciones dirigidas por Ian Hodder, de la Universidad de Cambridge. Dichos trabajos están entre los más ambiciosos proyectos de excavación, de acuerdo con, entre otros, Colin Renfrew. Además del uso extensivo del método arqueológico, se buscan también interpretaciones psicológicas y artísticas del simbolismo de las pinturas murales. Hodder, un antiguo discípulo de Mellaart, escogió el lugar como el primer ensayo real a nivel mundial de su entonces controvertida teoría académica de la arqueología postprocesual. El éxito de la excavación ha validado el método postprocesual como un nuevo enfoque que ha creado escuela. La Arqueología postprocesual o Arqueología radical es un movimiento surgido en Gran Bretaña a partir de 1980 como reacción contra la Arqueología procesual y amparado en la filosofía postmoderna. Los postprocesualistas rechazan el determinismo y la imparcialidad aséptica del Procesualismo, argumentando que cada arqueólogo está fuertemente mediatizado por sus experiencias personales y por su entorno, lo que imposibilita un enfoque completamente objetivo de los problemas arqueológicos.
 
Según unos autores todo el asentamiento de Çatalhöyük estaría formado por edificios de uso residencial, sin que se pueda establecer la existencia de edificios públicos de manera irrefutable. Para otros, el hecho de que las mejores y más exuberantes pinturas murales estén en los locales más grandes, les lleva a definir éstos como lugares rituales. Pero el propósito de estas habitaciones profusamente decoradas no resulta claro. La población de la colina este ha sido estimada por encima de las 10.000 personas, pero la población total probablemente variaría a lo largo de la historia del poblado. Un promedio de entre 5.000 y 8.000 habitantes sería una estimación razonable. Estos vivían en casas rectangulares construidas con adobes, adosadas, sin calles ni pasajes entre ellas, apiñadas como si formaran un panal de abejas. El acceso a las viviendas se hacía por los techos, caminando sobre ellos como si de calles se tratara, utilizando escaleras, interiores y exteriores, para comunicar los diversos niveles. Los muros también eran de adobe y para conformar la cubierta utilizaron vigas de madera, y barro apisonado sobre esteras vegetales. Las aberturas de los techos servían también como la única fuente de ventilación, proporcionando aire fresco y permitiendo salir al humo producido por cocinas y hogares abiertos.
Al estar las casas en medianera, se configuraba una especie de muralla defensiva hacia el exterior, sin aberturas. Esto debió resultar suficiente para salvaguardar a sus habitantes de ataques pues no se han encontrado signos de luchas en el yacimiento. Todos los interiores de las casas están enyesados con un acabado muy suave y se caracterizan por la ausencia de ángulos rectos. Contienen generalmente una habitación común de 20 a 25 m² y algunas estancias anexas. La pieza principal dispone de bancos y plataformas para sentarse y dormir, de un hogar rectangular elevado del suelo y de un horno para hacer pan, sirviendo para un amplio abanico de actividades domésticas. Las habitaciones auxiliares se usaban como almacenes y se accedía a ellas desde la sala principal por unas aberturas bajas. Las habitaciones se mantenían escrupulosamente limpias: los arqueólogos han identificado muy poca basura o desechos en el interior de los edificios, pero los montones de desperdicios que hay en el exterior de las ruinas contienen aguas residuales y restos de comida, así como significativas cantidades de ceniza vegetal. Posiblemente, cuando hacía buen tiempo muchas de las actividades diarias se realizarían en las terrazas, que así podrían haber formado un espacio abierto similar a una plaza. Al parecer, en época tardía en las terrazas se construyeron grandes hornos comunales. En el transcurso de los siglos las casas se fueron renovando mediante demoliciones parciales y reconstrucciones sobre unos cimientos formados por escombros, lo cual provocó el crecimiento de la colina. Se han descubierto hasta 18 niveles de asentamientos.
 
Los pobladores de Çatalhöyük enterraban a sus muertos dentro de la aldea, ya que han sido encontrados restos humanos en hoyos debajo de los suelos de las estancias, especialmente bajo los hogares, las plataformas de las habitaciones principales y las camas. Los cuerpos eran plegados al máximo y, a menudo, introducidos en cestos o envueltos en esterillas rojas. Los huesos desarticulados de algunas tumbas sugieren que los cuerpos pudieron ser expuestos al aire libre durante un tiempo, antes de ser recogidos y enterrados. En ciertos casos, las tumbas han sido removidas y las cabezas de los individuos separadas del esqueleto, pudiendo haber sido usadas dichas calaveras de manera ritual, ya que algunas han sido encontradas en otras zonas de la comunidad. Varios cráneos fueron emplastados y pintados con ocre para recrear la cara humana, una costumbre más característica de los sitios neolíticos de Siria y de Jericó, que de yacimientos más cercanos. En los niveles superiores del sitio resulta evidente que los habitantes de Çatalhöyük fueron ganando conocimientos en la agricultura y en la domesticación de animales. Se cultivaban cereales tales como el trigo y la cebada, así como guisantes, garbanzos, lentejas y lino, mientras que de los árboles de las colinas circundantes se recogían frutos como almendras, pistachos, y manzanas. Se extraían aceites vegetales de plantas y semillas, lo mismo que una especie de cerveza. Aunque la mayoría de las proteínas animales procedían de la pesca y de la caza (ciervo, jabalí y onagro), la oveja ya había sido domesticada y las evidencias sugieren que los bóvidos comenzaban a estarlo también.
La elaboración de cerámica y la fabricación de utensilios de obsidiana (obtenida en el volcán Hasan Daği) eran unas industrias florecientes, lo cual les permitía mantener relaciones comerciales con puntos distantes de la península anatólica, obteniendo a cambio, conchas del Mediterráneo y sílex de Siria. También trabajaban la madera y el cobre, siendo los artesanos de Çatalhöyük expertos en su fundición, lo cual supondría el ejemplo más antiguo conocido de actividad metalúrgica en el Oriente Próximo. La lista de productos que manufacturaban estos artesanos incluiría puntas de flecha, lanzas y puñales de obsidiana o de sílex, mazas de piedra, figurillas en piedra y arcilla cocida, prendas textiles, cuencos y otros recipientes de madera o cerámica, y joyería hecha con perlas o cobre. Gracias al clima seco de esta zona se han conservado restos de tejidos de excelente calidad. También se han encontrado sellos de arcilla para estampar los trajes con diversos dibujos, cuyo diseño guarda muchas semejanzas con los de las alfombras turcas actuales.
 
Pero lo que más nos choca, aquí, es el grado de cultura y de refinamiento que presuponen los ha­llazgos realizados en estas doce ciudades. Recordad que estamos refiriéndonos a un periodo entre 6600 y 5600 a.C. Se han hallado restos de hasta cuarenta edificios (repartidos entre nueve de los niveles de la población) que parecen dedicados a sepulcros y santuarios. En los muros de estos santuarios se encontraron frescos que mostraban escenas de caza, danzas rituales, hombres con penes erectos, representaciones en rojo de los ahora extintos uros (Bos primigenius o toro salvaje) y ciervos, así como buitres precipitándose sobre figuras descabezadas. Un fresco que aparentaría ser la aldea con los dos picos gemelos del Hasan Daği al fondo se cita frecuentemente como el “mapa más antiguo del mundo” y la primera pintura paisajística. Pero algunos arqueólogos cuestionan tal interpretación: Stephanie Meece, por su parte, argumenta que el fresco es más parecido a la piel de un leopardo que a un volcán, a un diseño geométrico decorativo que a un mapa.
Modelados en relieve, en los muros de estos “santuarios” hay personajes femeninos (mujeres en posición de dar a luz y la figura de la «Diosa Madre» dominando animales), cabezas de animales, como leopardos, cabras, osos y, destacando entre todos ellos, los bucráneos de arcilla provistos de verdaderos cuernos de toros. Las características figurillas de mujer hechas de arcilla o piedra, y descubiertas por todo el asentamiento, dentro y fuera de sus muros, incluso en el interior de recipientes para conservar el grano, pertenecen a los niveles superiores del yacimiento (los más recientes). Aunque según algunos investigadores, no se han encontrado aun templos claramente identificables, es indiscutible que las tumbas, los murales y las figurillas sugieren que la población de Çatalhöyük poseía una religión compleja, rica en simbología y que se reunían en ciertas salas, abundantes en tales hallazgos, que serían capillas o zonas de encuentro.
 
Estas ciudades estaban formadas por casas de ladrillos, sorprendentemente desprovistas de puertas. Se penetraba en ellas por el tejado y con ayuda de unas escaleras. El conjunto de viviendas de un barrio estaba dis­puesto en forma de colmena y constituía una for­taleza contra los eventuales asaltantes y las creci­das del río Carsamba. Los edificios se habían de­rrumbado casi totalmente, pero se pudo recons­truir fragmentos de muros. Se descubrió que éstos estaban cubiertos de frescos en su parte interior. Sin embargo, los restauradores chocaron con un escollo: una vez expuestos a la claridad solar, los colores se alteraron. Sin duda habían sido confec­cionados a base de pigmentos minerales, que se deterioran bajo la acción de la luz. Los frescos fue­ron inmediatamente fotografiados, para conservar Su recuerdo intacto. Después, se realizaron diver­sos ensayos de revestimiento para proteger los co­lores. El acetato de polivinilo dio resultado satis­factorio.
Estos frescos representaban escenas variadas: caza, juegos, ceremonias o personajes en diferen­tes actitudes. La hechura era de un realismo tan acusado que podemos leer los rasgos más dominan­tes del carácter de los personajes: la actividad des­bordante y favorecida por una gran agilidad, la in­teligencia sagaz y rayana en la astucia. También se reconstituyó el estilo de la indumentaria. Los hom­bres usaban camisas de lana, túnicas y abrigos de invierno, de piel de leopardo, provistos de cinturo­nes con hebilla de hueso. En el dobladillo de los trajes femeninos, unos aros de cobre, semejantes a los de latón que daban rigidez a los miriñaques de nuestras abuelas, impedían que se levantase la falda. Los escotes, bastante pronunciados, no se pa­recían, empero, al de la cretense que sirvió de modelo para la estatuilla bautizada con el nombre de «La parisiense». Joyas de plomo, metal rarísi­mo en aquella época, o de cobre, con incrustacio­nes de piedras duras talladas o de piedras precio­sas, completaban el atavío. Unas cajitas que con­tenían diferentes tintes permiten pensar que el empleo de afeites no era desconocido, y las elegan­tes, para comprobar el efecto de su maquillaje, dis­ponían de espejos de obsidiana, con el mango pro­tegido con yeso, para que no se hiriesen los dedos…
 
También figuran animales en estos frescos, tales como aves (en particular, halcones), leopardos y toros. Los toros son los más numerosos. Los símbolos abundan en estas pinturas murales: curiosas redes de líneas rojas y negras entrecruzadas; rosetas, mandalas, hachas de doble filo (que encontramos, varios milenios más tarde, entre los escitas, en Tracia y también en Creta) y cruces bastante nu­merosas. Pero el símbolo más impresionante y más frecuentemente representado en Catal Huyuk es la mano humana. Imposible dejar de establecer un lazo entre éstas y las que pintaron ya los auriñacienses, varias decenas de milenios antes, en las paredes de sus cavernas; por ejemplo, en Gargas (Altos Pirineos), en Cabrerets (Lot) y en Castilic (cerca de Santander). Sin embargo, éstos emplea­ban un procedimiento distinto, pues aplicaban la pintura entre los dedos y alrededor de las manos, que, al ser colocadas planas, reproducían su ima­gen en negativo.
La Cultura Auriñaciense sustituyó a partir del 38.000 a.C.,  aproximadamente, a la cultura Musteriense y en otros lugares al Châtelperroniense, en el inicio del Paleolítico Superior. El Auriñaciense llegó a la zona de desarrollo desde el exterior, posiblemente extendiéndose de Este a Oeste por Europa, si bien los especialistas no se ponen de acuerdo en su origen último. Se caracteriza por gruesos raspadores, a veces tallados en pequeños bloques de sílex, y por hojas retocadas en uno o dos bordes, con raspadores en el extremo en muchas ocasiones. Desaparecen las piezas de dorso rebajado; los buriles son de distinto tamaño con punta débil. El utillaje óseo es más abundante: puntas, punzones, etc. Los hallazgos más destacables son hojas curvas de pedernal, raspadores para madera y hueso, huesos de ave con orificios (que podría ser un instrumento musical), diversos objetos de hueso y marfil, ocre utilizado como colorante, pendientes hechos con dientes de cérvido, de lobo, de zorro y de hiena, y conchas agujereadas (tal vez usadas como amuletos o marcadores tribales). En su fase final se desarrollan los buriles a veces arqueados y desaparecen las hojas retocadas. Las puntas óseas de azagaya pasan a ser de sección redonda, y luego de base biselada. Aparece el grabado en su fase final y se multiplica durante su desarrollo. Se extendió por Francia, Bélgica, Cataluña, la región Cantábrica de la Península Ibérica e Inglaterra.
  
En Catal Huyuk, aparecían tam­bién coloreadas. Ciertamente, sólo se puede presu­mir la importancia que se les otorgaba.¿Es posi­ble que, recién salido del período carbonífero, el hombre prestase ya un interés particular a esa parte de su cuerpo, en la cual, según los quiro­mánticos de tantas regiones, desde Mesopotamia a China, se dibujaban los rasgos de su carácter y los acontecimientos esenciales de su vida? ¿O hay que ver, en las series de manos que se yuxtaponen en Catal Huyuk, indicaciones numéricas, en las que cada dedo representaba una unidad? Sólo cuando las manos se posan sobre unos senos, el  símbolo se hace más claro, en el sentido de una invocación procreadora. Si consideramos, de una parte, todos estos símbolos, y de otra, los sellos de arcilla cocida en­contrados en gran número, resulta sorprendente la ausencia de cualquier forma de escritura. Aquellos sellos, del tamaño de los nuestros de Correos, apa­recen en todas las casas. Servían para marcar ob­jetos de cerámica y se diferenciaban los unos de los otros, lo cual induce a pensar en una propiedad privada muy rigurosa y, también, en una estructura social fundada en la familia.
Se podría comparar­los con los blasones de nuestra Era; pero éstos son exclusivos de los nobles, mientras que aquéllos existían en todos los hogares. También cabe ima­ginar que tales sellos servían para firmar mensa­jes escritos sobre materiales perecederos. Pero, ¿cómo explicar que no se haya conservado el me­nor rastro de estos materiales, alterados e incluso en forma de polvo? ¿Y cómo explicar, también, que no figure ninguna inscripción en los frescos desenterrados hasta hoy? Sin embargo, los logros conseguidos en tantos campos no permiten presu­mir que los hombres de Catal Huyuk carecieran de toda forma de grafismo o de conservación de la palabra. ¿O seremos nosotros los que no sabemos identificar esta escritura, este registro sutil? ¿Nos hallaremos en presencia de los herederos de la es­critura perdida de los primeros tiempos? ¿Fue, ésta, deliberadamente secreta o prohibida? Tam­bién podemos preguntarnos si no utilizarían una tinta criptográfica exclusivamente sensible a un re­velador especial, sólo conocido por los maestros iniciados.
 
Un rasgo distintivo de Çatalhöyük son sus estatuillas femeninas: Mellaart sostenía que estas figurillas realizadas esmeradamente en materiales tan diversos como mármol, calizas azules y pardas, esquisto, calcita, basalto, alabastro y arcilla, representaban una deidad femenina del tipo Diosa Madre. Aunque existía también un dios masculino, el número de las figurillas femeninas era muy superior y este dios no aparece realmente hasta después del nivel VI, habiéndose identificado, hasta la fecha, 18 niveles. Las figurillas fueron encontradas ante todo en zonas que Mellaart consideraba que fueron capillas. La imponente diosa sentada en un trono flanqueado por dos leones hembras fue hallada dentro de un recipiente usado para almacenar el grano, lo que le sugirió a Mellaart que era una deidad que aseguraría la cosecha o protegería las provisiones almacenadas. Al parecer, los pobladores de Çatalhöyük vivían de manera relativamente igualitaria, sin que tengamos constancia de que existieran clases sociales, ya que no se han encontrado hasta ahora casas con características diferenciadas (que pertenecieran a la realeza o a la jerarquía religiosa, por ejemplo). Las investigaciones más recientes también revelan poca diferenciación social basada en el género, recibiendo una alimentación equivalente tanto hombres como mujeres y, aparentemente, teniendo un estatus social similar relativo, hecho establecido como propio de las culturas paleolíticas. Las enfermedades más corrientes entre la población del asentamiento fueron la anemia, la artritis y la malaria, endémica en la región debido a unos pantanos cercanos. La esperanza de vida sería de unos 34 años para los hombres y de 29 para las mujeres, aunque algunos individuos pudieron llegar a los 60.
Mientras Mellaart excavó cerca de doscientos edificios en cuatro temporadas, actualmente, Ian Hodder dedica una temporada entera a excavar un único edificio. Durante 2004 y 2005 Hodder y su equipo comenzaron a creer que el modelo propuesto por Mellaart de una cultura de signo matriarcal era falso. Habiendo encontrado solamente una figurilla similar al modelo de Diosa Madre que Mellaart propugnaba, entre la gran cantidad de ellas desenterradas, Hodder decidió que el yacimiento no ofrecía suficientes indicios como para establecer si era una cultura matriarcal o patriarcal, sino que apuntaba más bien hacia una sociedad relativamente igualitaria. El catedrático Lynn Meskell expone, en apoyo de esta teoría, que mientras en las excavaciones iniciales se encontraron sólo 200 estatuillas, los nuevos trabajos han desenterrado 2000, de las cuales muchas son de animales, siendo únicamente un 5% de las figurillas de mujeres.    En cuarenta santuarios desenterrados se han encontrado numerosas esculturas y diversos objetos de culto. Estos elementos permiten recons­tituir, en parte, la religión de los primeros ciuda­danos del mundo (hasta que se demuestre lo con­trario). Estos santuarios parecen haber estado todos ellos consagrados a la Diosa Madre.
 
Creemos conveniente extendernos algo sobre el concepto  diosa madre, que es contempla como una deidad de  la fertilidad a nivel global. En algunas culturas además es representada como la Madre Tierra, siendo la generosa personificación de la Tierra. Como tal, no todas las diosas pueden considerarse manifestaciones de la diosa madre. Esta diosa es representada en las tradiciones occidentales de muchas formas, de las imágenes talladas en piedra de Cibeles a la Dione (‘Diosa’) invocada en Dódona, junto con Zeus, hasta finales de la época clásica. Entre los himnos homéricos (siglos VII-VI a. C.) hay uno dedicado a la diosa madre llamado «Himno a Gea, Madre de Todo». Los sumerios escribieron muchos poemas eróticos sobre su diosa madre Ninhursaga. Las deidades que encajan con la moderna concepción de «diosas madre» han sido claramente adoradas en muchas sociedades hasta la actualidad. James Frazer (autor de La rama dorada) y aquellos a quienes influyó (como Robert Graves y Marija Gimbutas) avanzaron la teoría de que todo el culto en Europa y el Egeo que incluyó cualquier tipo de diosa madre tenía su origen en los matriarcados neolíticos preindoeuropeos, y que sus diferentes diosas eran equivalentes.
Se han hallado diversas figuras pequeñas y, a menudo, corpulentas, en el transcurso de excavaciones arqueológicas del Paleolítico Superior, siendo quizás la más famosa la Venus de Willendorf. Muchos arqueólogos creen que su intención era representar diosas, aunque otros creen que pudieron haber servido a algún otro fin. Estas figuritas son anteriores en varios miles de años a los registros disponibles de diosas detallados a continuación como ejemplos, por lo que aunque parecen pertenecer al mismo tipo genérico, no está claro si de hecho eran representaciones de una diosa o de si hubo alguna continuidad religiosa que las relacionase con las deidades de Oriente Medio y la Antigüedad clásica. Muchas culturas antiguas adoraron deidades femeninas como parte de sus panteones que encajan con la concepción moderna de «diosa madre».
 
Como ejemplos de diosas madre, tenemos a Tiamat en la mitología sumeria, Ishtar (Inanna) y Ninsuna en la caldea, Asera en Canaán, Astarté en Siria y Afrodita en Grecia. Como diosas celtas tenmos a la diosa irlandesa Anann, a veces conocida como Dana,  que es conocida  como diosa madre, a juzgar por el Dá Chích Anann. La literatura irlandesa nombra a la última y más favorecida generación de dioses como ‘el pueblo de Danu’ (Tuatha de Dannan). Entre los pueblos germánicos probablemente fue adorada una diosa en la religión de la Edad del Bronce Nórdica, que más tarde fue conocida como Nerthus en la mitología germana, y que posiblemente persistiese en el culto a Freyja de la mitología nórdica. Su equivalente en Escandinavia era la deidad masculina Njörðr. En la Mitología Vasca se adoraba a una diosa llamada Mari; también existía la figura de la diosa Amalur (en euskera, literalmente Madre Tierra). En las culturas del Egeo, Anatolia y el antiguo Oriente Próximo, una diosa madre fue venerada con las formas de Cibeles (adorada en Roma como Magna Mater, la ‘Gran Madre’), de Gea y de Rea.
Las diosas olímpicas de la Grecia clásica tenían muchos personajes con atributos de diosa madre, incluyendo a Hera y Deméter. La diosa minoica representada en sellos y otros restos, a la que los griegos llamaban Potnia Theron, ‘Señora de las Bestias’, muchos de cuyos atributos fueron luego absorbidos también por Artemisa, parece haber sido un tipo de diosa madre, pues en algunas representaciones amamanta a los animales que sostienen. La arcaica diosa local adorada en Éfeso, cuya estatua de culto se adornaba con collares y fajas de los que colgaban protuberancias redondas, más tarde identificada por los helenos con Artemisa, fue probablemente también una diosa madre. La fiesta de Anna Perenna de los griegos y romanos en el Año Nuevo, sobre el 15 de marzo, cerca del equinoccio vernal, puede haber sido una fiesta de la diosa madre. Dado que el Sol era considerado fuente de vida y alimento, esta fiesta también se asimilaba con la Diosa Madre. El equivalente de Afrodita en la mitología romana, Venus, fue finalmente adoptada como figura de diosa madre. Era considerada la madre del pueblo romano, por ser la de su ancestro, Eneas, y antepasado de todos los subsiguientes gobernantes romanos. En la época de Julio César se le apodaba Venus Genetrix (‘madre Venus’). Magna Dea es la expresión latina para ‘Gran Diosa’, y puede aludir a cualquier diosa principal adorada durante la República o el Imperio romanos. El título Magna Dea podía aplicarse a una diosa a la cabeza de un panteón, como Juno o Minerva, o a una diosa adorada monoteísticamente. Umai, también conocida como Ymai o Mai, es la diosa madre de los túrquicos siberianos. Se la representa con sesenta trenzas doradas, que parecen rayos de sol. Se cree que una vez fue idéntica a la Ot de los mongoles.
 
En el contexto hinduista, el culto a la diosa madre puede seguirse hasta los orígenes de la cultura védica, y quizá más allá. El Rig Vedá llama al poder divino femenino Mahimata, un término que significa literalmente ‘madre tierra’. En algunos lugares, la literatura védica alude a ella como Viraj, la madre universal, como Áditi, la madre de los dioses, y como Ambhrini, la nacida del Océano Primordial. Durga representa el poder y la naturaleza protectora de la maternidad. Una encarnación de Durga es Kali, que nació de su frente durante la guerra (como medio para derrotar al enemigo de Durga, Mahishasura). Durga y sus encarnaciones son especialmente adoradas en Bengala. Actualmente, Deví es considerada en múltiples formas, todas representando la fuerza creativa del mundo, como Maya y prakriti, la fuerza que galvaniza la raíz divina de la existencia en autoproyección como el cosmos. No es pues meramente la tierra, incluso aunque esta perspectiva sea cubierta por Párvati (la encarnación previa de Durga). Todas las diversas entidades femeninas hinduistas son consideradas como muchas facetas de la misma Divinidad femenina.
En el shaktismo, una forma de hinduismo fuertemente relacionada con las filosofías hindúes del Vedānta, la Samkhya y el Tantra y definitivamente monista, aunque hay una rica tradición de Bhakti yoga relacionada con él, la energía femenina (Śakti) se considera la fuerza motriz tras todas las acciones y existencia del cosmos fenomenal del hinduismo. El propio cosmos es el Brahman, el concepto de la realidad inalterable, infinita, inmanente y trascendente que forma el Suelo Divino de todos los seres, el «alma del mundo». La potencialidad masculina es actualizada por el dinamismo femenino, personificado en diosas multitudinarias que termina reconciliadas en una. El texto clave es el Devi Mahatmya, que combina las teologías védicas anteriores, las filosofías upanishádicas emergentes y las culturas tántricas en desarrollo en una exégesis laudatoria de religión shakti. Los demonios del ego, la ignorancia y el deseo atan el alma en una maya (también alternativamente etérea o personificada) y es la Madre Maya, la propia shakti, quien puede liberar al individuo atado. La Madre inmanente, Devi, está por esta razón concentrada en la intensidad, el amor y la concentración autodisolutoria en un esfuerzo por concentrar al shakta (como se llama a veces a un seguidor shakti) en la auténtica realidad subyacente al tiempo, el espacio y la causalidad, liberándole así del ciclo kármico.
 
La presencia de esta diosa madre parece indicar que, en los albo­res de la Humanidad, existía un lazo entre todos los cultos. ¿Acaso no figura entre las estatuillas del período solutrense, descubiertas en Vilendorf (Austria), en Brassenpouy (Landas) y en la gruta Grimaldi de Menton? ¿No la encontramos en los esquimales tchukchi? Allí se la denomina, a veces, Madre del Muerto, y otras veces se le da nombres diferentes, pero todos ellos referidos a la calidad esencial de la fecundidad. Y, en Siberia, ¿no invoca el chamán a la Señora de la Tierra, que sirve de intermediaria con laSeñora del Universo, para ob­tener la autorización de cazar con lazo los animales de que depende su subsistencia? ¿No se han desen­terrado rudimentarias estatuillas de la diosa, que tienen casi 9.000 años de antigüedad? ¿Y no era adorada en Eshmún, Mesopotamia, y en Baalbek? En Egipto, se identifica con Maat. En Caldea, se la representa, ora esbelta como una nin­fa, ora grávida. ¿Y no es ella la que aparece sim­bolizada por madres que amamantan a sus hijos, en las figuritas de tierra cocida de Tell-Obeid? Se ha creído reconocerla en Mohenjo Daro, en el valle del Indo, y, desde la época védica, ocupa un lugar destacado en el Panteón indio.
La Reina del Agua, en México (del agua, fuente de la vida), y la Reina de la Fecundidad de los minoicos, primero grávi­da y después esbelta, ora desnuda, ora vestida y engalanada, se identifican con ella.     En Luristán, encontramos diversas representaciones de ella, de unos 5.500 años de antigüedad. Y en Anatolia sigue estando presente después de 4.000 años de la desaparición de Çatal Huyuk. Faltan eslabones, pero uno se siente tentado a encontrarla de nuevo en el culto de Maya, la madre del Gautama Buda. ¿No será un símbolo de una Diosa-Madre universal?   En las estatuas encontradas en Catal Huyuk es exclusivamente fecunda. En una de ellas, apare­ce representada en el momento de parir un toro (¿prefiguración del culto de Mitra?). Ciertas pin­turas murales indican que tenía el poder de resuci­tar a los muertos. Su color, como el de la vida, era el rojo. El de la muerte, el negro.  En los frescos, encontramos también motivos en color de rosa, blanco, púrpura, raras veces azul e, inexplicablemente, nunca verde. En varios fres­cos se pueden descubrir escenas referentes a la muerte de alguien y que indican la creencia en un mundo futuro. Los cadáveres eran desnudados y expuestos, sin duda en un lugar elevado, a merced de los buitres.
  
Se puede establecer un parangón con los maz­deístas. En efecto, en los tiempos de Aqueménides, éstos enterraban aún íntegramente los cadáveres; pero; después de la reconquista del Imperio por los partos, se extendió el empleo de las torres del silencio, que prosiguió entre los parsis de la In­dia. En Çatal Huyuk, cuando de un cuerpo no que­daba más que el esqueleto, se enterraba éste des­pués de revestirlo con las ropas del muerto. En la sepultura, se colocaban sus armas y útiles, si se trataba de un hombre; joyas y varios utensilios, si el muerto era una mujer, y juguetes, si era un niño. En las tumbas se han descubierto fragmentos de tejidos apenas deteriorados, todos ellos de ex­celente calidad, sobre todo los de lana, que han permitido identificar tres tipos de tejidos. Había también telas de pelo de cabra y de fieltro. Son hasta hoy, los tejidos más antiguos de nuestro planeta. Dos circunstancias favorecieron su conserva­ción: el hecho de que no estuviesen en contacto con la carne en descomposición, y las condicione, higrométricas del aire. Pero también podría ser, que el suelo tuviese cualidades particulares, como el de Ispahán. Ningún estudio lo ha confirmado aún. Entre los objetos usuales dejados a disposición; de los difuntos, parece interesante mencionar unos tenedores de madera y de hueso. Este objeto no se encuentra en ningún otro pueblo de la Prehis­toria ni de la protohistoria, y su empleo era igno­rado en Occidente antes de los últimos siglos. Y, junto a estos tenedores, se encuentran platos, fuentes, cubiletes, vasos y copas, de cerámica muy fina.
El examen de los esqueletos descubiertos hasta hoy no ha permitido determinar la raza dominan­te. Se encuentran tipos modernos de mediterrá­neos y también anatolios. Pero las excavaciones prosiguen, y no sabemos las sorpresas que nos tie­nen reservadas. En cambio, los etnólogos han po­dido fijar, aproximadamente, el promedio de edad: treinta y dos años para los hombres, y treinta para las mujeres. Cabe presumir que una maternidad excesiva, como ocurría antaño en la India, provo­caba esta ligera diferencia. Aparte de esto, no cabe duda de que la mujer ocupaba la primera fila en aquella sociedad. Así lo sugiere un detalle, independientemente de la importancia que se otorgaba a la mujer en materia religiosa. Las tumbas eran excavadas de­bajo del lugar que habían ocupado los lechos de les difuntos. Los de los hombres eran simples literas.   El ama de casa tenía derecho a una cama muy grande, casi majestuosa. Tal vez un día se descu­brirá una relación entre las diferentes civilizaciones, esparcidas en el tiempo y en el espacio, que practicaron el matriarcado: predecesores de los indoeuropeos en diversas regiones del Asia Occi­dental y tribus indonesias o malasias, por citar solamente unos pocos ejemplos.
 
Sin demasiado temor a equivocarnos, podemos pensar que, incluso siendo jerárquicamente infe­riores a las sacerdotisas, únicas depositarias del ritual, hubo una cofradía de sacerdotes (o magos), sabios y técnicos, que supo sacar espléndido par­tido de la obsidiana, principal recurso de Catal Huyuk. Había tres yacimientos de obsidiana, cer­ca del volcán hoy apagado. Y este material servía para la fabricación de casi todos los utensilios: ho­ces, hachas, raspadores para la limpieza de la lana, punzones, armas diversas y puntas de lanza o de flecha. Ahora bien, técnicamente, la obsidiana es un cristal: duro y negro. ¿Por qué los sabios de esta .ciudad no habían de intentar el invento de varie­dades de diferentes colores y no habían de ser los primeros en fabricar el vidrio, cosa que se atribu­ye a los fenicios y a los egipcios? Y las expediciones de estos técnicos a las pro­ximidades de los volcanes de Hassan Dag, Karaqa Dag y Nekke Dag, ¿no pudieron dar origen, mucho antes de la civilización helénica, a la leyenda de Prometeo? Cierto que nada viene a confirmar esta hipótesis. Ni siquiera podemos apoyarnos en una leyenda que, nacida en la región como fruto de un hecho real, fuese transmitida a través de las edades a las primeras generaciones de la era histórica. Pero las condiciones geográficas de Grecia y de Creta no eran las más adecuadas para el nacimien­to de éste mito. Entonces, ¿por qué no buscar su origen alrededor de unos cráteres antaño incan­descentes?
Y aquí queremos hacer una observación. Probablemente algunas obras misteriosas deben atribuirse a seres extraterrestres, que en algunos casos enseñaron técnicas de trabajo a nuestros primitivos antepasados, que los recibieron como «dioses».  ¿Cómo explicar, si no, la identidad de los procedimientos artesanales en toda la Tierra? Según la ciencia ortodoxa, las culturas primitivas fueron desarrollándose con independencia unas de otras. Esto habría sido así en las culturas de la isla de Pascua, de Catal Hüyük, la preincaica y las de los primitivos pobladores de las islas británicas (Stonehenge), y tantas otras. Pero hay algo que no encaja. Cuando podemos ver en la isla de Pascua unas piedras trabajadas de idéntico modo que las halladas en Sacsayhuamán (Perú), y cuando se encuentra idéntico método de «fabricación» en Malta, Catal Hüyük o Baalbek (Líbano), nos tenemos que preguntar:¿dónde hubo una escuela de canteros que, después de formar maestros los envió a todas las partes del mundo para que dirigiesen construcciones según las mismas técnicas?
 
Pero, en Çatal Huyuk, la misma realidad incli­na a soñar. Entre los utensilios, Mellaart observó en seguida los morteros, que servían para moler el grano. Los granos dejaron, a veces, su huella, y otras, se conservaron casi intactos. Y los inves­tigadores tuvieron que rendirse muy pronto a la evidencia (gracias a los estudios genéticos del pro­fesor danés Hans Helbart): los habitantes de la ciudad neolítica no se limitaban a cortar espigas de trigo silvestre, sino que cultivaban tres varie­dades. También sembraban cebada y lentejas, y cultivaban plantas oleaginosas y medicinales, al­mendros y alfóncigos. Sabemos que unos sabios americanos descubrie­ron, igualmente, en las grutas de Mazanderán, a orillas del Caspio, granos de trigo cuya antigüedad pudieron determinar por el carbono 14: unos 10.000 años. Por otra parte, un poco antes que aquéllos, en 1948, Robert J. Braidwood había des­cubierto, en el curso de sus excavaciones en Jarmo (Irak), muelas y hornos de cocer galletas. Y estos objetos se remontaban a 6.750 años antes de J. C. Mellaart opina que los hombres, sin dejar de ser cazadores, pero habiéndose convertido también en pastores y agricultores, debieron comprender la ne­cesidad de abandonar sus moradas dispersas en los flancos de las montañas, para agruparse en los llanos, a fin de facilitar las operaciones agrícolas y, seguramente, la ganadería.
Después de los trabajos de Maurits van Loot en Mureybat, Siria septentrional, se alargó la escala de las edades en lo que atañe a las comunidades agrícolas: se dijo que éstas existían en el octavo milenio antes de Jesucristo. Pero en el momento actual no podemos arriesgarnos a establecer cronologías con el dogmatismo de los arqueólogos y los etnólo­gos del pasado. Cada año, en algún lugar del Globo, un nuevo descubrimiento pone en tela de juicio la antigüedad de una civilización. Aquel lugar de Siria dejó de parecer la primera aglomeración cultural cuando, recientemente, se descubrieron en Irán vestigios de una aldea que se remonta a 8.500 años antes de nuestra Era. Tal vez muy pronto se descubrirán otras más antiguas.  La clasificación de Tunay Akoglu tiene, natural­mente, a Catal Huyuk como punto de partida. Des­pués de una laguna de varios milenios, aparece en segundo lugar Tell Hala, descubierto por Oppen­heimer en 1911, y que se remonta a 3.800 ó 3.500 años a.C. Pero esta tabla, en la que fi­guran a continuación Uruk, los hatitas, los hititas y los hurritas, parece muy precaria, a pesar de su rigor científico.Entre la fecha del último Çatal Huyuk, alrededor del año 5600 antes de J. C. y las expediciones de que habla Tashin Ozguk, realiza­das por los sumerios para la adquisición de co­bre, ¿qué ocurrió en esta región, donde se desarro­llaron tantos acontecimientos desde el principio de la era histórica y que, durante largo tiempo, se creyó que estaba desorganizada, incluso en comu­nidades muy primitivas, del período neolítico? Los intercambios entre sumerios y anatolios son pos­teriores en más de veinte siglos a la misteriosa desaparición de la última ciudad desenterrada por Mellaart. ¿Cómo responder a este enigma?
 
En una época más reciente, los asirios instala­ron en la misma región un importante centro co­mercial: Kanesh. Fue aquí donde, en 1963, Tashin Ozguk (director de la sección arqueo­lógica de la Universidad de Ankara) y sus colabo­radores descubrieron 14.000 tablillas grabadas. To­davía no se ha empezado a descifrarlas. ¿Conten­drán indicaciones relatïvas a Çatal Huyuk? En 1967, Tashin Ozguk descubriría, en Altin Tepé, los vestigios de una ciudad, con una ciudadela y una necrópolis. El lugar, que se encuentra en la región oriental del actual Estado turco, pertenecía al Urartu que se edificó en los alrededores del Ararat. Incluso antes de que se iniciaran las excavaciones en la zona de este vasto imperio que se derrumbó en el siglo IV a.C., poseíamos ya, gracias a unos textos asirios, mucha infor­mación a su respecto. Habiendo empezado como un pequeño Estado en el segundo milenio, el Urartu había alcanzado su apogeo en el siglo VIII antes de nuestra Era. En aquella época los lidios lo consideraban como mucho más poderoso e inquietante que Asiria. Al Norte, se extendía hasta más allá del Cáucaso; al Oeste, rebasaba el Éufrates. Al Este, había convertido en sus vasa­llos a los indoeuropeos de la región del lago Urmiah. La residencia más frecuentemente citada de sus soberanos, y cuyo emplazamiento exacto segui­mos ignorando, era Toprak Kaleh, a orillas del lago de Van. Desconocemos el origen de los moradores, aunque se sabe que eran asiáticos y no semitas. Ignoramos, pues, el lazo que existía entre ellos y los ciudadanos de Çatal Huyuk. Pero no podemos dejar de sentirnos intrigados por diversas seme­janzas.
  
Urartu (Biainili en el idioma urartio) es el nombre asirio de una zona montañosa ubicada entre el sureste del Mar Negro y el sureste del Mar Caspio, actualmente compartida por la República Armenia, Irán y Turquía, formada luego de la caída del imperio hitita. Incluye los grandes lagos de Van en Turquía (donde se encuentra la antigua capital Tushpa), Urmia en Irán y Seván en la República Armenia. En esta zona se remontan los orígenes del pueblo armenio. Urartu es uno de los primeros reinos de Armenia. Su apogeo histórico antiguo se dio en los siglos IX y VIII a. C. La lengua local es semejante a la hurrita. La proximidad con la Asiria avasalladora produjo desde 1275 a. C. una fuerte influencia ideológica, literaria y técnica sobre Urartu. En los primeros momentos se agruparon en torno a una especie de emirato conocido como Nairi, pero hacia el 900 a. C., formaron una confederación bajo el gobierno de un monarca central. Gracias a unas pocas inscripciones, sabemos que el primer monarca de Urartu era Arame, seguido por Sardur I. Otras permiten reconstruir su gran crecimiento territorial durante los reinados del mencionado Sardur IIshpuini y Menua, quienes lograron llegar hasta la cuenca baja del río Murat, por el oeste, el Araxes, por el norte, y al Lago Urmía, por el sureste.
Las técnicas asirias asimiladas tienen una buena muestra en el Canal de Menua, de casi 30 km, que suministra agua de boca y riego desde el litoral sur del Lago Van. En las paredes rocosas del Lago Van y en varias estelas de piedra, yacen escritos los anales de los reinados de Argishti I (bisnieto de Sardur I) y su hijo, Sardur II, en los que se narra la expansión hasta más allá de la gran curva del Eufrates, hasta la Comagene siria, con lo que consiguieron dominar la vieja ruta de suministros de materias primas como el hierro, desde el Tauro, el cual fue parcialmente dominado, hasta Asiria. La frontera llegó a estar casi pegada a Alepo, e incluyó el Lago Seván y la rica cuenca del Araxes por el norte, colonizada y explotada a mano de obra forzada, utilizando prisioneros de guerra de la Cólquide (Qulha), capturados a través de las reiteradas campañas anuales. Según los registros urartios proclaman sus victorias sobre los asirios en el Lago Urmia, en el río Gran Zab y en el Alto Tigris. El renacimiento asirio empieza con Tiglath-Pileser III de Asiria (744 a. C.-727 a. C.), quien venció a Sardur II en la Comagene y llegó luego a asediar Tushpa.
 
Rusa I depuso a su padre y logró un respiro que no fue consentido por Sargón II (721 a. C.-705 a. C.), sucesor al trono de Tiglath-Pileser III, que incorporó a su gran Imperio a la ciudad de Karkemish (717 a. C.) y al reino de Tabal o Tubal en el Tauro, hecho que privó a Urartu de sus aliados occidentales. Asiria presionó la frontera este de Urartu que, a la vez, sufría los ataques de los cimerios, nómadas esteparios que entraron por el Cáucaso hacia el 714 a. C. y lograron derrotar a Rusa I.  Esta debilidad urartia permitió a Sargón II reducir a Urartu a su territorio originario montañoso y lo usó como un estado tapón frente a los cimerios. Consumada la caída, Rusa se suicidó, y su hijo Argishti II, junto a sus descendientes, mantuvieron su independencia hasta la llegada de los armenios, a finales del siglo VII a. C. El estado de Urartu fue aniquilado hacia 585 a. C., por la invasión de los escitas. Pese a que los armenios propiamente dichos parecen haber tenido un origen algo diverso del de los urartianos se considera a ambos pueblos como los principales antecedentes de la actual población armenia, siendo el nombre del monte Ararat muy probablemente una variación de la palabra Urartu.
El descubrimiento de dos tumbas en la «Colina de Oro» (Altin Tepé), en 1938 y 1956, incitó a la Fundación Histórica y alDepartamento de Antigüedades del Gobierno turco a realizar excavaciones. Estas permitieron reconstituir la vida cotidia­na, las técnicas, el arte y la religión del pueblo. Los muros del recinto y los de la ciudadela tenían un grosor de más de diez metros, y la técnica em­pleada para su construcción revela una gran habilidad. Una parte de los textos ya descifrados nos da indicaciones sobre la manera en que eran ma­nejados los bloques de granito de 40 toneladas, ele­vados y ajustados por los ingenieros a más de 60 metros de altura. Sin embargo, aunque se explique el procedimiento, nos parece asombroso que pudiese realizarse semejante hazaña en Altin Tepe, de la misma manera que nos quedamos es­tupefactos ante las losas de Baalbek, preguntándo­nos de dónde vinieron y cómo pudieron ser trans­portadas y colocadas en su sitio. Se ha conseguido también descifrar algunos textos relativos a la contabilidad y a las reservas. Uno de ellos nos dice que se almacenaban 375.000 litros de vino para el consumo del rey y de los no­bles. Cuando se llegue a descifrar los demás textos, obtendremos, sin duda, una gran cantidad de nue­vos datos. Pero, ya en la actualidad, algunos obje­tos nos proporcionan valiosas informaciones: como aquel disco de oro, cuyos motivos, minuciosa y ar­tísticamente grabados, nos permiten establecer sin­gulares comparaciones. Pues, ¿no vemos allí a un dios vestido con larga túnica y montado en un ca­ballo alado, predecesor de los de la mitología griega?
 
Las tumbas son copias reducidas de las casas, como ocurrirá más tarde en la necrópolis de Nagheh-e-Rustem. También aquí los cadáveres son suntuosamente ataviados antes de enterrarlos, y, como en Çatal Huyuk, se colocan armas en las tumbas de los hombres, y joyas en las de las mu­jeres. El lujo superaba en mucho al que se supone a una ciudad neo­lítica: los muebles tenían adornos de oro y de pla­ta; las patas de bronce de las mesas y de las ca­mas presentaban la forma de pezuñas de caballo de macho cabrío. Cabezas de toro decoraban los calderos. Para ejecutar el minucioso dibujo de los frescos, los artistas disponían de reglas y compa­ses. Todos estos elementos fragmentarios no bastan para reconstituir una sólida cadena. Faltan dema­siados eslabones, y el esparcimiento de aquéllos en el espacio da lugar a que se multipliquen las hipó­tesis. Si sabemos, por ejemplo, cómo desapareció Catal Huyuk, destruido probablemente por los escitas a mediados del sexto milenio antes de nuestra Era, ignoramos, en cambio, los motivos que llevaron a la primera edificación de esta ciu­dad. Difícilmente podemos admitir que se tratase de un ensayo, ya que se consiguió una obra maestra de urbanismo. Por otra parte, el monopolio de la obsidiana no basta para explicar este logro. Unas técnicas tan complicadas como la consistente en practicar en una bola de dura piedra un orificio más fino que la más fina aguja, no pueden surgir espontáneamente. Si se trata de un invento, éste presupone un ingenio desconcertante. Pero, ¿no se trataría más bien de algo heredado?
Cuesta mu­cho imaginar que el arte de Catal Huyuk fuese una pro­longación normal del paleolítico superior, a fi­nes de la última era glacial. Y esto puede aplicarse igualmente a la civilización de sacerdotes técnicos recientemente descubierta en el Cáucaso, en una región ciertamente en contacto con la ciudad neo­lítica, que tenía, como ya hemos dicho, una impor­tante red comercial. ¿Primera civilización urbana completa? ¿Cómo surgió? ¿Por brusca aparición? En otro caso, ¿cuál fue su filiación? ¿Cuál fue su herencia? ¿Represen­tó un progreso, en relación con un pasado que ignoramos, o fue recuerdo de alguna civilización más elevada? Tal vez los habitantes de Çatal Huyuk ignoraban o negaban la existencia de sus predecesores, de la misma manera que los de Altin Tepé desconocían la de los suyos. Cuando se descifre su escritura, es posible que leamos: «Sólo un loco podría pre­tender que en un pasado remoto hubo hombres tan adelantados como nosotros.».

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