Lagoa Santa - el cráneo más antiguo de América

Se plantea la posibilidad de que el poblamiento de américa se hubiera producido en dos oleadas diferentes a partir del hallazgo de "Luzía" como se llamó a la mujer a quien perteneció el cráneo encontrado en Lagoa Santa.
En una entrevista el antropólogo Walter Neves expone sus ideas al respecto.
"Soy una de las únicas personas en el mundo que pasó por todas las antropologías posibles. Así como no soy experto en ninguna de ellas, por otra parte, poseo una comprensión del humano mucho más multifacética que la de mis colegas." dice.



Walter Neves: El padre de Luzia

El arqueólogo y antropólogo de la USP relata cómo formuló su teoría sobre la llegada del hombre a América.
Fuente: http://revistapesquisa.fapesp.br/es/2012/05/21/el-padre-de-luzia/

MARCOS PIVETTA e RICARDO ZORZETTO | Edición 195 - Mayo 2012




Se trata del padre de Luzia, un cráneo humano de 11 mil años, el más antiguo hallado hasta ahora en América, que perteneció a un extinto pueblo de cazadores-recolectores establecidos en la región de Lagoa Santa, en las cercanías de Belo Horizonte. El arqueólogo y antropólogo Walter Neves, coordinador del Laboratorio de Estudios Evolutivos Humanos del Instituto de Biociencias de la Universidad de São Paulo (USP), no fue el responsable del hallazgo de ese antiguo esqueleto en un sitio prehistórico, pero si es cierto que gracias a sus estudios, Luzia, así bautizada por él, se convirtió en el emblema de su polémica teoría sobre la ocupación del continente americano: el modelo del doble componente biológico.

Esa teoría, formulada hace más de dos décadas, sostiene que nuestro continente fue colonizado por dos oleadas de Homo sapiens provenientes de Asia. La primera corriente migratoria habría ocurrido hace unos 14 mil años y estaría compuesta por individuos similares a Luzia, con morfología no mongoloide, asemejándose a la de los actuales australianos y africanos, aunque no dejaron descendientes. La segunda oleada habría ingresado aquí hace unos 12 mil años y sus miembros presentaban fenotipo característico de los asiáticos, de los cuales derivan los indígenas modernos.

En esta entrevista, Neves, un científico tan aguerrido como popular, que gusta de una buena pelea académica, se explaya acerca de Luzia y de su carrera.

¿Cómo surgió su interés por la ciencia?
Provengo de una familia muy humilde, de Três Pontas, en Minas Gerais. Por alguna razón, a los 8 años, yo ya sabía que quería ser científico. A los 12 años me di cuenta de que quería trabajar con la evolución humana. No tengo una explicación para ello.

¿Cuándo llegó a São Paulo?
En 1970, luego del Mundial de Fútbol. Migramos hacia São Bernardo, donde residí gran parte de mi vida.

¿Cómo era su vida?
En casa, todo el mundo tenía que trabajar. La familia era pequeña. Estaba mi padre, mi madre, mi hermano, tres años mayor, y yo. Cuando arribamos a São Paulo, mi padre trabajaba como albañil y mi madre vendía Yakult en la calle. Yo tenía con 12 años, casi 13. Un año después de llegar acá comencé a trabajar. Vendía pastas, una vez por semana, en un puesto de una feria de mi barrio. Mi primer empleo fijo fue como auxiliar general en Maletas Primicia, para fabricar cierres de valijas. Y yo lo detestaba. Era aburrido, no requería calificación. Duró poco. Un mes más tarde me contrataron en la fábrica de turbinas de avión de Rolls-Royce, en São Bernardo. Ese ambiente me ayudó mucho, porque era refinado, repleto de reglas y de grados jerárquicos. Creo que desarrollé mi excelente capacidad administrativa durante los años que pasé en Rolls-Royce. Tuve una formación burocrática de primera. Cada día, cuando ingresábamos a la fábrica, pasábamos frente a un cuadro de la reina de Inglaterra y uno debía hacer una reverencia. Yo lo consideraba lo máximo. Para alguien que vivía en el monte, eso era un upgrade de glamour en la vida. Tenía entre 13 y 14 años.

¿Qué hacía allí?
Comencé como cadete y cuando me fui era asistente de la dirección técnica. La filial Rolls-Royce de Brasil recibía las turbinas para hacerles reparaciones y revisión general. Mi jefe era el director de ese departamento y yo lo ayudaba en todo. Trabajaba ocho horas diarias y por la noche estudiaba. Estudié en una escuela pública e ingresé en la USP, en la carrera de biología, en 1976. Contábamos con una enseñanza media pública de excelente nivel.

¿Por qué eligió biología?
Siempre creí que el camino para estudiar la evolución humana era estudiar historia. Durante una visita a la USP, cuando estaba en la secundaria, conocí el Instituto de Prehistoria, que ya no existe. El instituto había sido fundado por Paulo Duarte y funcionaba en el pabellón de Zoología, donde hoy está Ecología. En esa visita, me dirigí al departamento de Historia en busca de información acerca de la carrera y me dijeron que, si seguía historia, no aprendería nada sobre evolución humana. Al salir por la calle Matão, vi una plaquita que decía: Instituto de Prehistoria, y allí conocí a la arqueóloga Dorath Uchôa. Y encontré las réplicas de homínidos fósiles y esqueletos prehistóricos hallados en excavaciones en los sambaquíes de la costa brasileña. Entonces le dije a Dorath: “Quiero ser arqueólogo y estudiar esqueletos”. Y ella me respondió: “Entonces no estudies historia. Estudia biología o medicina”. No podía estudiar medicina, porque la carrera era de tiempo completo. Opté por biología. Y fue un buen negocio. En 1978 me contrataron como técnico en el Instituto de Prehistoria, cuando todavía era un estudiante.

¿Qué año cursaba en la facultad?
Creo que entre segundo y tercero. Cuando obtuve la licenciatura, en 1980, me contrataron como investigador y profesor. Sin concurso. Era por recomendación.

¿Era un instituto independiente?
Así es. Después lo anexaron al Museo de Arqueología y Etnología, el MAE. En esa época se estudiaba arqueología en tres dependencias de la USP: en el Instituto de Prehistoria, que era el más antiguo, en el MAE y en el sector de arqueología del Museo Paulista, en el barrio de Ipiranga. Hacia el final de los años 1980, los tres se unificaron. Trabajé en el Instituto de Prehistoria como investigador entre 1980 y 1985. En 1982 hice un doctorado sándwich en la Universidad Stanford. Yo era autodidacta, porque en Brasil no había especialistas en el área. En el Instituto de Prehistoria había material, había una biblioteca, pero no había nadie para dirigirme.

¿Ellos no trabajaban con la evolución humana?
El instituto era muy pequeño, contaba con dos investigadores, que se creían los dueños. Cuando me contrataron, también contrataron a otra arqueóloga, Solange Caldarelli. Conformamos un dúo muy productivo. Trabajamos en el interior de São Paulo con grupos de cazadores-recolectores, en el nicho cronológico entre los 3 mil y los 5 mil años. Con ella me convertí en arqueólogo. Mi transformación de biólogo a antropólogo físico fue autodidacta. El crecimiento de nuestro grupo de investigación empezó a revelar la mediocridad del trabajo realizado en el Instituto de Prehistoria y en Brasil. Eso nos condujo a una guerra con el establishment. En 1985 fuimos expulsados de la universidad.

¿Cómo?
Sí, expulsados. Despedidos sumariamente.

¿Y qué alegaron?
Nada. No teníamos estabilidad. La mayor parte de los docentes contaba con un contrato precario, y los empleados más antiguos nos echaron a patadas del Instituto de Prehistoria.

¿Cuál es la diferencia entre antropólogo físico y arqueólogo? ¿Usted cómo qué se reconoce actualmente?
Me considero antropólogo y arqueólogo. En realidad me reconozco dentro de una categoría que existe en Estados Unidos denominada evolutionary anthropologyst, antropólogo evolutivo. Aunque entre los antropólogos evolutivos son raros quienes cuentan con una trayectoria en antropología física, arqueología y antropología sociocultural. En ese sentido, cuento con una carrera única, que mis colegas en el exterior no comprendían. Yo estudiaba antropología física y biológica, y tenía proyectos de arqueología. Cuando viajé a la Amazonia, trabajé con antropología ecológica. Soy una de las únicas personas en el mundo que pasó por todas las antropologías posibles. Así como no soy experto en ninguna de ellas, por otra parte, poseo una comprensión del humano mucho más multifacética que la de mis colegas.

¿El arqueólogo realiza el trabajo de campo y el antropólogo físico espera el material?
El antropólogo físico puede ir al campo, pero no va. Espera que los arqueólogos le entreguen el material para estudiarlo. En Brasil me rebelé contra eso. Me dije: yo quiero ser también arqueólogo. En Estados Unidos, al final de los años 1980, se definió un área denominada bioarqueología, compuesta por antropólogos físicos que ya no toleraban depender de los arqueólogos. Aquí, me rebelé en forma independiente contra esa situación. Y el despido de 1985 en el instituto resultó traumático, porque llevábamos siete años de investigación en campo y lo perdimos todo. De un momento al otro mi carrera se diluyó. La suerte fue que para entonces yo ya había defendido mi doctorado.

¿Aquí?
Si, aquí, en Biología, pero sobre paleogenética. Viajé a Stanford por medio de una beca sándwich de seis meses que me concedió el CNPq. Para mantenerme en Stanford y en Berkeley, contaba con mi sueldo de acá, que en esa época se traducía en unos 250 dólares, y [Luigi Luca] Cavalli-Sforza, con quien trabajé, me pagaba en el laboratorio otros 250 dólares.

Él es un gran investigador, aunque de genética de las poblaciones.
Me preguntan por qué no trabajé con un antropólogo físico, ya que era autodidacta en la parte osteológica. No lo hice porque lo que hace Cavalli-Sforza es fascinante. Conjuga varias ramas del conocimiento. En ese entonces yo estaba inscripto en la maestría en Biología, y quien me dirigía era [Oswaldo] Frota-Pessoa.

Quien también es genetista.
Así es, aunque con una visión muy abarcadora del ser humano. Si Frota no existiese, yo no habría logrado obtener la maestría. Él se percató de mi situación y fue muy generoso. Cuando estaba concluyendo mi trabajo en Stanford, Cavalli-Sforza descubrió que yo estaba haciendo una maestría y no el doctorado. Me miraba y me decía: “¿Cómo puedes estar haciendo una maestría, si ya cuentas con varias publicaciones, coordinas dos proyectos de arqueología y diriges a siete estudiantes? No tiene sentido. Voy a enviarle una carta a Frota-Pessoa sugiriéndole que hagas directamente el doctorado”. Ahora eso es común. Fue lo que me salvó. Defendí el doctorado en diciembre de 1984 y, meses después, me despidieron. Solange Caldarelli se enojó tanto con la academia que nunca más quiso seguir la carrera universitaria. Yo quería volver a la academia. Entonces surgieron tres posibilidades. Una era realizar un posdoctorado en Harvard; otra, un posdoctorado en la Universidad Estadual de Pennsylvania y una tercera, algo inesperado. Cuando me despidieron le dije a Frota que viajaba al exterior. Sabía que mi condición siempre sería conflictiva con respecto a la arqueología brasileña. En ese entonces existía el programa integrado de genética, dependiente del CNPq, importante para el desarrollo de la genética en Brasil, y Frota coordinaba algunas cátedras itinerantes. Entonces él me dijo: “Ahora que íbamos a contar con un experto en evolución humana te vas. Te comprendo, pero voy a invitarte, antes de que viajes al exterior, para dictar una cátedra itinerante por Brasil, sobre evolución humana”. Dicté esa cátedra en la Universidad Federal de Bahía, en la Federal de Rio Grande do Norte, en el Museo Goeldi y en la Universidad de Brasilia. Me impresionó mucho el Goeldi. El último día del curso en el Goeldi, su director quiso conocerme. Le hablé de mi trayectoria y que estaba viajando hacia Estados Unidos. Y me preguntó: “¿No hay nada que pueda hacerlo desistir de esa idea?” Le respondí: “Mire Guilherme” ‒su nombre era Guilherme de La Penha‒, “lo único que me haría quedar en Brasil sería contar con la oportunidad de crear mi propio centro de estudios, que pudiera ser interdisciplinario y no estuviese ceñido ni a la antropología, ni a la arqueología”. Y entonces él me invitó a crear allí lo que en esa época se denominó como núcleo de biología y ecología humana. También me ocurrió algo a nivel personal que me motivó a optar por Belém.

¿Eso sucedió en 1985?
Todavía en 1985, sí. Un tiempo antes de dictar esos cursos por Brasil, me enamoré profundamente por primera vez. Me enamoré de Wagner, lo mejor que me ha sucedido en la vida. Si viajaba a Estados Unidos, difícilmente podría llevarlo. En Belém, sería más sencillo conseguirle un empleo y continuar la relación. Por eso acepté ir al Goeldi. Pero tuve que prescindir de los esqueletos. En la Amazonia, lo último que puede hacerse es trabajar con esqueletos, ya que ahí no se preservan.

¿Y qué hizo?
Me dediqué a la antropología ecológica.

¿Y qué es la antropología ecológica?
Es el estudio de las adaptaciones de las sociedades tradicionales al medio ambiente. Hasta entonces, era una línea que los estadounidenses trabajaban bastante en la Amazonia. Como nuestra antropología es eminentemente estructuralista, y rechaza cualquier cosa que sea biológica, esa línea nunca prosperó en Brasil. Entonces pensé: “Bárbaro, encararé otra pelea. Voy a desarrollar una primera generación en antropología ecológica”. Gran parte de las investigaciones sobre antropología ecológica en la Amazonia se realizaba con indígenas. Entonces decidí estudiar las poblaciones mestizas [caboclas o cholas] tradicionales.

¿Ustedes publicaron un libro, cierto?
Publicamos la primera gran síntesis sobre la adaptación chola en la Amazonia, que se editó aquí y en el exterior.

¿Qué conclusiones rescata de esa síntesis?
Estudiando esas poblaciones amazónicas tradicionales, quedó claro que cualquiera que llega ahí, principalmente las ONGs, cree que ellos tienen problemas nutricionales. De hecho, ellos presentan un déficit de crecimiento con respecto a los patrones internacionales. Pero nuestro trabajo demostró que en realidad no presentan deficiencias en cuanto a la ingestión de carbohidratos y proteínas. El verdadero problema son las parasitosis.

¿Cómo fue que regresó a la USP?
En 1988, podo después de mudarnos a la Amazonia, a Wagner se le diagnosticó Sida, y entonces hicimos un trato. Cuando él llegara a la fase terminal, regresaríamos a São Paulo. Vine a hacer un posdoctorado en antropología. Cuando Wagner falleció, en 1992, ya no quise regresar a la Amazonia y me presenté a dos concursos.

¿Estaba haciendo un posdoctorado en antropología en la USP?
Así es, en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas. Y concursé dos veces. Una, en la Federal de Santa Catarina, en el área de antropología ecológica, pero yo quería quedarme en São Paulo. Como ya había realizado en 1989 el primer descubrimiento de lo que se transformó en mi modelo de ocupación de América, pensé: “Tengo que establecerme en algún sitio donde pueda dedicarme a esto y volver a concentrarme en los esqueletos humanos”. Entonces surgió una vacante aquí, en el departamento, en el área de evolución. Gané ambos concursos, pero opté por venir aquí. Sabía que podría crear un centro de estudios evolutivos humanos que comprendiera arqueología, antropología física y antropología ecológica.

¿Cómo se le ocurrió la idea de crear un modelo alternativo de colonización del continente?
Cierto día, Guilherme de La Penha, el director del Goeldi, me llamó y dijo: “Vea, Walter, dentro de una semana tengo que asistir a un congreso en Estocolmo sobre arqueología de rescate. Necesito que usted me reemplace”. Le contesté: “¿Pero así, de golpe y porrazo?” Entonces recordé que Copenhague queda en camino a Estocolmo. Negocié con él un permiso para pasar unos cinco días en Copenhague y conocer la colección Lund. Realicé el viaje y no sólo la conocí, sino que medí los cráneos de Lagoa Santa de la colección Lund. Cuando regresé, me contacté con un investigador argentino que estaba trabajando en el Goeldi, Héctor Pucciarelli, mi mayor compañero de investigaciones y el más importante bioantropólogo de Sudamérica. Le propuse que hiciéramos un trabajito con ese material. Para entonces, estaban apareciendo los trabajos de Niède Guidon con conclusiones que me parecían un disparate, tales como afirmar que el hombre se hallaba en América desde hace 30 mil años. Mi idea con el trabajo sobre los cráneos de Lund consistía en demostrar que los primeros americanos no eran diferentes a los indígenas actuales. Bueno, imagínese nuestra expresión cuando verificamos que los cráneos de Lagoa Santa presentaban mayor similitud con los australianos y africanos que con los asiáticos. Quedamos estupefactos. Nos percatamos de la necesidad de contar con un modelo para explicar tal hecho.

¿Y qué hicieron entonces?
Algunos autores clásicos, de los años 1940 y 1950, tales como el antropólogo francés Paul Rivet, ya habían reconocido alguna similitud entre el material de Lagoa Santa y el de Australia. Sólo que, para explicarlo, Rivet propuso la idea de una migración directa desde Australia hacia América del Sur. Más tarde, con el avance de los estudios en genética indígena, principalmente con el trabajo de (Francisco) Salzano, quedó claro que todos los marcadores genéticos locales apuntaban hacia Asia. No había similitud con los australianos. Entonces pensamos en postular un modelo basado en esa dualidad morfológica. No queríamos caer en descrédito, como Rivet, y comenzamos a estudiar la ocupación asiática. Descubrimos que allí, hacia el final del Pleistoceno, también se registraba una dualidad morfológica. Estaban los premongoloides y los mongoloides. Nuestras poblaciones de Lagoa Santa eran similares a los premongoloides. Los indígenas actuales son más parecidos a los mongoloides. Así fue que surgió la idea de que América fue ocupada por dos oleadas distintas: una con morfología generalizada, similar a los australianos y africanos; y otra, con mayor parecido con los asiáticos. Nuestro primer trabajo se publicó en la revista Ciência e Cultura, en 1989. A partir de 1991 comenzamos a publicar en el exterior.

Entonces usted formuló esa teoría antes de examinar el cráneo de Luzia.
Diez años antes. En Brasil había varios museos que contaban con colecciones de la región de Lagoa Santa. Pero, como yo era el enfant gâté de la arqueología brasileña, no me brindaban acceso a ellas. Por eso fui a estudiar la colección Lund. Recién pude acceder a las colecciones de Brasil a partir de 1995, cuando algunos de los que ponían obstáculos fueron muriendo. Uno de los cráneos que sentía curiosidad por estudiar era el de Luzia.

¿Ya tenía ese nombre?
No. Se lo puse yo. Al esqueleto se lo conocía como Lapa Vermelha IV, el nombre del lugar donde fue hallado. Ese sitio fue excavado por la misión franco-brasileña coordinada por madame Annette Emperaire. El esqueleto de Luzia se encontró en las etapas de 1974 y 1975. Pero madame Emperaire falleció inesperadamente. Con excepción de un artículo que ella publicó, no había nada más escrito acerca de Lapa Vermelha.

¿En ese artículo ella mencionaba que el cráneo era antiguo?
Madame Emperaire creía que había dos esqueletos en Lapa Vermelha: uno más reciente y otro más antiguo, datado en más de 12 mil años, anterior a la cultura Clovis, que sería el cráneo de Luzia. Pero André Prous (un arqueólogo francés que participó en la misión y actualmente es profesor en la UFMG) revisó sus notas y notó que el cráneo pertenecía al esqueleto más reciente, que se hallaba alrededor de un metro más arriba. Luzia no fue sepultada, fue depositada en el suelo del refugio, en una grieta. Prous demostró que el cráneo había rodado y caído en un pozo excavado por la raíz de una higuera que se había podrido. Por ende, el cráneo pertenecía a los restos que se hallaban en la franja de los 11 mil años de edad. Madame Emperaire murió creyendo que había encontrado una evidencia pre-Clovis en América del Sur, el cráneo que apodé con el nombre de Luzia.

¿Dónde se encontraba el cráneo de Luzia cuando lo examinó?
Siempre estuvo en el Museo Nacional de Río de Janeiro, pero los informes no. El museo era la institución que colaboraba con la misión francesa.

¿El pueblo de Luzia estaba circunscrito a Lagoa Santa?
Lagoa Santa constituye un enclave excepcional. En el artículo síntesis de mi trabajo, que publiqué en 2005 en la revista PNAS, estudiamos 81 cráneos de esa región. Para tener una idea de cuán raros son los esqueletos con más de 7 mil años de antigüedad en nuestro continente, podemos decir que Estados Unidos y Canadá, en conjunto, cuentan con cinco. Contamos con lo que denominamos fossil power en lo referente al tema del origen del hombre americano. También estudié algún material de otras regiones de Brasil, Chile, México y Florida, y demostré que la morfología premongoloide no era solamente una peculiaridad de Lagoa Santa. Creo que los no mongoloides habrían arribado aquí hace alrededor de 14 mil años y los mongoloides, hace entre 10 y 12 mil años. En realidad, la morfología mongoloide en Asia es algo muy reciente. Imagino que, entre una y otra, no debe haber más de 2 ó 3 mil años de diferencia. Aunque es puro pálpito.

¿Dos o 3 mil años son suficientes para modificar un fenotipo?
En Asia, lo fueron. Actualmente está más o menos claro que la morfología mongoloide es el resultado de la exposición de las poblaciones que salieron de África, con una morfología típicamente africana, y se encontraron expuestas al frío extremo de Siberia. Mi modelo no es aceptado completamente por algunos colegas, incluso argentinos. Ellos consideran que el proceso de mongolización ocurrió en Asia y América en forma paralela e independiente. No podemos resolver la cuestión por falta de muestras. Aunque, en evolución, uno siempre opta por el principio de parsimonia. Uno elige el modelo que involucra el menor número de fases evolutivas para explicar lo que ha encontrado. Según ese principio, mi modelo es mejor que otros, que dependen de la ocurrencia de dos eventos evolutivos paralelos e independientes. Pero igualmente existe oposición a mi modelo.

¿Quiénes se oponen?
Los genetistas. Pero creo que mi modelo no puede descartarse con ese tipo de datos. No hay razón para que el ADN mitocondrial, por ejemplo, se comporte evolutivamente del mismo modo que la morfología craneana. Donde los genetistas observan cierto tipo de homogeneidad desde el punto de vista del ADN, pueden hallarse fenotipos diferentes.

También se sostiene que hubo una sola corriente migratoria hacia las Américas, integrada por una población mixta, con tipos mongoloides y no mongoloides, tales como Luzia.
Existe esa tercera posibilidad. Pero debería haber ocurrido un índice de deriva genética asombroso para explicar la colonización en esa forma. ¿Por qué habría desaparecido un fenotipo y tan sólo quedado el otro? Entre las opciones a mi modelo, creo que esa es la menos probable.

¿Pero cómo explica la desaparición de la morfología de Luzia?
En realidad, durante los últimos años hemos descubierto que esta no desapareció. Cuando postulamos el modelo, creíamos que una población había sustituido a la otra. Pero en 2003 ó 2004, un colega argentino demostró que una tribu mexicana que habitó aislada del resto de los aborígenes, en un territorio que actualmente pertenece a California, mantuvo la morfología no mongoloide hasta el siglo XVI, cuando los europeos llegaron cruzando el océano. Hemos descubierto también que los indios botocudos, del Brasil central, mantuvieron esa morfología hasta el siglo XIX. Cuando se estudia la etnografía de los botocudos, se observa que se mantuvieron como cazadores-recolectores hasta finales del siglo XIX. Se hallaban rodeados por otros grupos indígenas, con los cuales mantenían una relación belicosa. Ése era el contexto. Aún quedaban vestigios de la morfología no mongoloide hasta hace poco.

¿Qué opinión le merece el trabajo de la arqueóloga Niède Guidon en el Parque Nacional Serra da Capivara? Para ella el hombre llegó a Piauí hace 50 mil, o tal vez 100 mil años.
¿Dónde lo publicó? Ella publicó una nota en la revista Nature en los años 1990 y todavía estamos aguardando sus publicaciones. Fuimos acérrimos enemigos durante 20 años. Hace algunos años, fumamos la pipa de la paz. Estuve en Piauí algunas veces e incluso publicamos trabajos sobre esqueletos de allá. En el parque se encontraron ambas morfologías de cráneos. Resulta muy interesante. Tuve una buena formación en análisis de la industria de la piedra tallada. Niède nos mostró toda la colección lítica a Astolfo Araujo (actualmente en el MAE) y a mí. Me fui un 99,9% convencido del hecho de que allí hubo una ocupación humana con más de 30 mil años de antigüedad. Sin embargo, tengo ese 0,1% de duda, que es muy significativo.

¿Qué se necesitaría para acabar con la duda?
Niède debería convocar a los mejores expertos internacionales en tecnología lítica para analizar el material y publicar los resultados que de ello surjan. Si se hallara en lo cierto, tendríamos que descartar todo lo que actualmente sabemos. Mi trabajo no habría servido para nada. Aunque, gracias a Dios, no sólo el mío, sino el de todo el mundo.

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